CUENTO

“EL ENTIERRO EN LAGUNA GALLO”

Lic. Zulma Morel

Breve reseña

Esta historia está basada en hechos reales que ocurrieron en el contexto social de Laguna Gallo, actualmente Florentino Ameghino. Geográficamente se encuentra al norte de la provincia de Formosa, es un paraje de escasa población pero con un atractivo crisol de razas: criollos, argentinos, paraguayos, italianos y otros conocidos como yanquis. El lugar se caracteriza por su exuberante vegetación de frondosos árboles, matorrales, enredaderas y una gran riqueza en su fauna.Los pobladores realizan actividades laborales como: extracción de maderas, cuidado de sus ganados; cultivos de maíz, batatas, mandiocas, frutillas y distintos cereales. Cuentan además, con una Sala de primeros auxilios, Estafeta postal, Destacamento policial, Cabina telefónica, Destacamento forestal, Establecimiento educativo a cargo de la alfabetización primaria y secundaria técnica y una Capilla católica: Sagrado Corazón de Jesús.


El paraje Laguna Gallo es una isla rodeada de aguas por momentos azuladas o cristalinas según los rayos del sol jueguen al espejismo con el compás del tormentoso viento norte. Allí se mecen como marionetas las figuras esbeltas de lapachos, palos borrachos, mbucuruyás, entre otros. En este espejo de agua de aproximados cinco metros de ancho y hasta quizás cuatro metros de profundidad, anidan hermosas garzas blancas, rosadas y celestes, entre las plantas acuáticas además de otros ejemplares de su rica fauna. Se decía que allí, existía un entierro. Sí, precisamente ahí, en esa laguna donde se unen las fronteras, quien sabría el punto de partida de esa historia. Será cosa del destino o de la naturaleza que encerró un pedazo de patria cubierta de mantos verdes que permiten al observador fantasear con su imaginación.

Cierto día Don Vallejos, viejo conocedor del lugar, conversaba con muchachotes de la zona, Juan y Ramón quienes ansiosos por conocer las historias de sus ancestros, escuchaban atentamente al autoritario y respetado abuelo. La conversación se tornaba misteriosa y la apagada voz del anciano decía: “En épocas en que los paraguayos libraban la guerra de la Triple Alianza, allá por los años 1864 y 1870, llegaron a este lugar personas con acento guaraní. Algunos de escasa presencia, otros de fina elegancia. El que comandaba el grupo ordenó enterrar debajo de un esbelto quebracho colorado tres baúles que parecían pequeños ataúdes que contenían monedas de oro y objetos de plata, dejando como señal una cruz de hierro clavada en un gajo del árbol. Dichos tesoros serían recuperados cuando regresaran a su patria, pero por esas cosas… no los recuperaron más. Habían perdido la guerra y las cruces de hierro, vaya uno a saber a donde fueron a parar… porque el viento norte tiene historias… y qué historias”.

Juan y Ramón impulsados por la codicia y la sed de aventuras, acordaron ir en busca del tesoro. Firmes en sus propósitos se prepararon para la hazaña y tomaron rumbo hacía el lugar. Bajo un frondoso urunday armaron el campamento. Entre mates y charlas planearon la búsqueda del ansiado tesoro y qué harían con tanta riquezas.

Al día siguiente, con la aurora comenzaron la búsqueda del árbol con la cruz de hierro. Después de varios días de infortunadas caminatas por las misteriosas zonas boscosas, les parecía que de cada árbol colgaba una cruz de hierro. Al final, el cansancio pudo más y cuando estaban a punto de abandonar la búsqueda, un fuerte viento norte desgarró el gajo de un árbol, su corteza tenía la forma de una cruz. Cuando decidieron agarrar el gajo caído, éste desapareció entre los matorrales. Ambos quedaron paralizados, sus cuerpos estaban sudorosos y agotados pero no se vencieron y decidieron comenzar la excavación. Los rayos solares tendían a desaparecer y la sombra de la noche comenzaba a cubrir el temeroso monte, pero la ansiedad fue mayor y continuaron excavando con las luminarias de las inquietas luciérnagas y los tormentosos chillidos de las chicharras. La luna llena y las opacas estrellas parecían jugar con las nubes la ley del más fuerte.

Mientras Juan perforaba la tierra con la filosa pala, Ramón fue al campamento en busca del candil a querosene. A su regreso, lo suspendió de una rama, ambos trataban de vencer el cansancio pero el sueño y la fatiga fueron atenuando su fuerza y sus sentidos. Poco a poco comenzaron a escuchar ruidos raros: confundían el tropel presuroso de caballos por el transitar de jabalíes salvajes; agudos silbidos por el vaivén de las hojas que aturdían sus oídos. Sus miradas temerosas se enfrentaban y el diálogo fluido se fue acortando. El miedo los había embargado, se quedaron mudos pues ya no escuchaban el anuncio del pájaro agorero. De pronto, el pájaro negro hizo notar su presencia con un gemido humano. Los exploradores arrojaron sus palas al descubrir de donde venían los ruidos. A escasos metros distinguieron dos ojos brillantes y titilantes. Atónitos y acongojados abandonaron la empresa y huyeron precipitadamente.

De regreso al campamento, con las ropas destrozadas y los rostros cortajeados por los chicotazos de las ramas y espinas que atropellaron en su alocada carrera, recordaron que Don Vallejos les había recomendado que no intentaran ir en busca del tesoro, porque serían desdichados por el resto de sus vidas. En el momento en que atravesaban el inhóspito paraje boscoso, los aventureros escucharon ruidos raros, tuvieron visiones y vieron sombras que les hacían aminorar la marcha, a pesar del esfuerzo y la prisa para llegar a su destino lo más rápido posible. Juan agotado y con voz temblorosa dijo: “Ánimas benditas, tal vez serán los dueños del tesoro, los que siguen nuestros pasos”… Ramón, convencido de la mala suerte, expresó: tenía razón Don Vallejos, cuando acariciando su matizado bigote dijo: “no es de Dios adueñarse de lo ajeno, se debe trabajar con fe para crecer y ganarse el pan de cada día con el sudor de la frente. Dios, nuestro superior, es quien nos permitirá lograr nuestras aspiraciones”. El diablo sabe por diablo y el viejo sabe por viejo.

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